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La batalla de Lepanto (1571)

Corría el año de 1571, las aguas próximas al golfo de Lepanto -cerca de la ciudad griega de Náfpaktos, en italiano, Lepanto- fueron escenario de la mayor y más decisiva batalla naval librada durante la Edad Moderna. Desde hacía años el Imperio Otomano se había lanzado al control del Mediterráneo occidental. El antiguo Mare Nóstrum era en el siglo XVI una pieza más del codiciado y complicado tablero político de Occidente. Los turcos osmanlíes de Mahmet II que, desde 1453 ocupaban la vieja cabeza del Imperio bizantino, representaban una serie amenaza para la cristiandad. Con el paso del tiempo aquella lejana amenaza se convirtió en realidad en virtud del impulso y determinación de Solimán “el Magnífico”, cuyas incursiones, en franca expansión hacia el Oeste -Mohács, 1526 y Viena, 1529-, habían alcanzado el corazón de Europa. Su propósito no era otro que el de controlar las principales rutas comerciales que discurrían desde el Danubio hasta el Mar Negro y, en este sentido, la capital vienesa siempre fue un enclave estratégico para el Imperio Otomano. Avanzado el siglo XVI su influencia en el Mediterráneo no había dejado de crecer frente a las costas italianas y españolas, siendo la fallida empresa de Malta (1565) un episodio difícil de olvidar para la armada turca.

Ante este escenario, Felipe II, que anhelaba el control del Mediterráneo a semejanza del Imperio romano, tomó cartas en el asunto y para ello firmó en abril de 1559 la paz de Cateu-Cambrésis, tratado que ponía fin a la disputa que Francia y España habían mantenido desde el siglo XV por las posesiones de los territorios italianos. De este modo, “el Prudente” podría centrar todos sus esfuerzos en el Mediterráneo, así como en las diversas plazas que había perdido en el Norte de África (Argel, Túnez y Trípoli) a manos de los corsarios berberiscos de Solimán. En tales circunstancias y, masacrado el último bastión veneciano, Famagusta (Chipre), por el sultán Selim II, a la sazón líder del Imperio Otomano y paladín del Islam, una sólida coalición cristiana comenzó a gestarse en la mente del anciano papa Pío V, verdadero artífice y promotor de la Liga. Así, el 25 de mayo de 1571 se proclamó en el Vaticano la denominada Liga Santa. En respuesta a la amenaza turca, las fuerzas cristianas, integradas por la Monarquía Hispánica, los Estados Pontificios, las Repúblicas de Venecia y Génova, el Ducado de Saboya y la Orden de Malta se apresuraron a movilizar una poderosísima flota combinada para hacer frente al impetuoso Turco. Al mando de tan magnífica escuadra se encontraba don Juan de Austria (1545-1578), pues España había adquirido un papel preponderante en la empresa al sufragar la mitad de los costes de la alianza.

Tras meses de gestiones, negociaciones y preparativos, no siempre convincentes ni diligentes, la armada cristiana, constituida por 6 galeazas, 227 galeras, 76 fragatas y aproximadamente unos 98.000 hombres, arribó en el puerto de Mesina en agosto de 1571. Al comandante supremo de la flota, don Juan de Austria, le acompañaron otros militares de reconocido prestigio como Álvaro de Bazán, capitán general de la escuadra de galeras de Nápoles; Juan Andrea Doria, almirante genovés y consejero naval de don Juan de Austria; Luis de Requesens, lugarteniente y asesor militar del hermanastro de Felipe II; Marco Antonio Colonna, comandante de las galeras del Papa; y Sebastiano Veniero, comandante de las galeras venecianas de la República Serenísima. Por su parte, la armada turca, comandada por el almirante otomano Alí Bajá, también contaba con valerosos hombres experimentados como Uluj Alí, gobernador de Argel y comandante del ala izquierda durante el combate naval; y Mehmed Sirocco, su homólogo del ala derecha, quienes comandarían 87 galeotas y 210 galeras, además de unos 120.000 hombres. Pese al aparente equilibrio de fuerzas, la realidad era otra. La flota combinada, mejor equipada y fuertemente blindada por unas tropas experimentadas y disciplinadas, disponía de un mayor número de combatientes -hombres de armas- que el enemigo, lo que resultó determinante en el desenlace de la batalla. El poder de la artillería europea quedó rápidamente contrastado sobre la marina otomana, dos formas de concebir la guerra moderna estaban a punto de enfrentarse.

El 15 de septiembre las galeras dirigidas por don Juan de Austria, tras escuchar misa y ser bendecidas solemnemente por el legado papal monseñor Odescalchi, zarparon con destino a Corfú en busca de la flota turca. Días más tarde la armada cristiana salió de la isla veneciana de Cefalonia con rumbo al vecino golfo de Patras, en las proximidades del puerto de Lepanto, para entrar en combate. Al amanecer del 7 de octubre, las escuadras se divisaban con meridiana claridad y mientras avanzaban lentamente las formaciones comenzaban a desplegarse las banderas y estandartes de la Santa Liga. El redoblar de tambores era incesante, sonaban cánticos de guerra, la flota aliada cristiana se encomendaba al Altísimo y las arengas se escuchaban para provocar el paroxismo entre aquellos que iban a entrar en combate. Iniciada la inmarcesible jornada naval, ésta se fragmenta en cientos de pequeños escenarios con diversa suerte y desenlace. La potencia de fuego de las galeazas aliadas, así como los arcabuces de la infantería barren con las cubiertas otomanas. Tras más de cinco horas de combate el triunfo del bando cristiano se vislumbra, escogiendo por su señalado nombre la galera veneciana L´Arcangelo Gabriele, comandada por Onfré Giustinian, para llevar a puerto la felicísima noticia, la Liga Santa había vencido a la todopoderosa flota otomana. La embarcación accedió al puerto de Venecia el 19 de octubre arrastrando por el agua los estandartes tucos capturados. Tras abrirse camino entre la multitud, el almirante veneciano Sebastiano Veniero informó al dogo: «Llevo, Serenísimo Príncipe, la más noble y admirable Victoria. La Armada turca, toda vencida y derrotada por los nuestros. Poquísimos se salvaron. Sed contentos y gloria a vos».

La derrota turca supuso un freno al expansionismo otomano en el Mediterráneo occidental. También reforzó durante siglos la hegemonía de España, sellándose un equilibrio entre las zonas de influencia de ambos imperios, lo que no impediría el desarrollo de la piratería berberisca, igual o incluso más activa que antes. La batalla naval tuvo tal repercusión que su relevancia llegó a ambos lados del Atlántico. Los historiadores de la época, como Luis Cabrera de Córdoba (1559-1623), quisieron dejar constancia de tan alta efeméride, aquella que un tal Miguel de Cervantes, «el manco de Lepanto», calificó como “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”.

Escrito por: Vicente Molina. Coord. Bachillerato, tutor de 1ºBach. y profesor de Historia, Geografía y Arte y expresión.

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